A mí me dan miedo las ciudades. Las grandes no tanto. Están tan podridas de vanidad que no se enteran de que pisas sus calles. Son grandes manzanas llenas de gusanos. Pero cualquier día me moriré en una esquina de mierda y la gente seguirá pasando a mi lado y los más generosos me dejarán alguna moneda al lado de los zapatos sin necesidad de que toque una mierda de Schubert cinco horas al día. O explique en un cartón cuánto se ha cebado la desgracia con mi vida. Y un dios que no existe bajará desde el cielo en forma de paloma a quitarme el alma y sacarme los ojos.
A mí cuando los autobuses tardan en llegar de madrugada, me da por fumar tabaco rubio americano. Y se lo pido al primero que pasa, y al segundo, y al tercero; hasta que el cuarto me lo da. Le arranco el filtro y me lo fumo. Y me pongo a hablar con los vagabundos. Eso lo aprendí de unos amigos que yo tengo y vienen a verme mañana desde ciudades distintas.
De mi ciudad les preguntaré si sigue como siempre, siendo la hermana pequeña y zorrona de la prostituta que vive más arriba. Que las dos quieren tirarse a un chulo del centro que tiene algo de dinero. La mía es de las pequeñas. Aunque en la tele se empeñen en decir que es de las grandes. Y Madrid y Barcelona también son pequeñas, y Berlín, y La Habana.
Grande es México Distrito Federal, y Santiago de Chile y Pekín. Pero nosotros no somos lo que nos creemos. Grande es Alex, que debe estar ahora mismo tomando tequila como un cabrito en una taberna de su barrio en el D.F. Esos tipos sí eran grandes. Y el Andy que es el más grande de todos nosotros. Esa gente es grande. Pero los demás somos unos mierdas.
Las ciudades las hacen las personas. Por eso hablo con los vagabundos y no con las paredes. Porque vendrán más guerras, de las mundiales, de las civiles y de las otras, y tirarán los edificios abajo. Que los edificios son un decorado y los arquitectos unos estafadores de tomo y lomo. Que yo ya no me creo que se pueda sostener nada sostenible sin hincar las rodillas en el suelo, y que a los que duermen en los recovecos de Moscú bebidos de vodka no les acojona el calentamiento global, ni les van a dar el Premio Nobel de la cordura. Que los puentes se hacen con las manos y el cemento y no con calculadoras, que lo de enterrar el periódico del día no va a levantar la biblioteca de Alejandría. Torres más altas han caído. Que la metrópoli no tiene ningún pacto con el diablo, y se derrumbarán todas las utopías que hemos construido, y se la tendrá que envainar Tomás Moro. Ya estoy viendo a Lerroux y a Buenaventura Durruti tomando churros con chocolate.
Y las avenidas están hechas para gastarse y desaparecer, y Americo Vespucci ha cambiado muchas veces su mapa. Que Bagdad no está tan lejos, y además no es verde como sale en la CNN. Y las sirenas suenan por la noche aunque Ulises esté de putas. Y las putas necesitan a las farolas tanto como las farolas necesitan a las putas. Y que aunque las putas vayan a pie, no hay suficientes navajas en todo Salamanca para que se pare el taxímetro. Que a las putas, los taxistas y los vagabundos los hacía yo ministros. Y de ministro del interior, un camarero. Y a Raquel la del guardarropa la nombraba jefa de protocolo de la casa real. Para que le dijera a los dictadores que se callen de una vez.
Y ahora los cines se cierran, y me da pena que ya no pueda quedar contigo en los cines Aragón. Pero estoy tranquilo, porque sé que se cerrarán también los kebabs y los Corteinglés y los cibercafés, que ni son cafés ni son cibernéticos. Y estoy seguro que hasta el café más bonito que he estado en mi vida en Oporto cerrara también. Si estuve yo en el café Gijón hace dos inviernos, y no había allí ni rastro de tertulia alguna, que quedaban en la cava cuatro fotos matadas, y un dibujo del único académico de la lengua que hace chistes graciosos. Mingote. Que no tiene nada que ver con los hugonotes, aunque rime. Y el Vetusta de Clarín debe estar cerrado por derribo. O traspasado. Que me voy a poner yo a traspasar paredes sin chás ni nada, y a subirme en el tranvía que lleva a la malvarrosa, y le llamaré deseo, y llamaré dos veces o tres, y me estaré enamorando de tu culo nueve minutos y medio antes de solicitar parada. Quiero ir a mojarme los pies. Aunque sea Enero. Luego me pido un cigarrillo y un cortado y me curo. Que curas hay muchas y muchos. Demasiados.
Al respecto de los semáforos no tengo queja que me dejan estamparte un beso en los morros, mientras el monigote rojo se pone verde de envidia y echa a correr. Que no sé si el de Berlín oeste será tan simpático de concederme este beso, pero bueno.
Los metros, en cambio, te hacen no pensar en nada. La gente pasa como loca las páginas de los periódicos esos gratis. Gente que era incapaz hace doce meses de soltar una moneda por leer un editorial de verdad, ahora colecciona cuatro distintos debajo del brazo. Que luego son los más leídos del bingo. Y con el euro que se ahorran pueden bajarse el politono de Marcanzoni.
Yo el periódico lo robo en el quisco de la Estación Central. Pero robo uno de verdad, no los hermanos pequeños de El Caso que se financian con anuncios del nuevo disco de la zorrita que ahora se cepilla el tal Marcanzoni.
Yo cuando sea mayor, prohibiré a todo el mundo que vaya en metro. Obligaré a la gente a andar por decreto ley. Habrá que ir a todos lados caminando, sin coches ni nada, si acaso alguna bici verde y ya. Y lo llamaré: Real Decreto 11-88 sobre la libre circulación de perros, humanos y vegetales espabilados.
Porque el metro sirve para bien poco. Cuando llegas tarde, él también. Cuando tienes prisa lo pierdes. Y cuando vuelves a casa sólo te ofrece una ventana sin mosquitos estampados y una señora que dormita delante de ti. Y lo bonito es lo que está fuera, y te deja verlo un segundo y luego te lo quita. Es una película de la ciudad en la que duermes a 100 fotogramas por segundo.
Y tampoco me gusta doblar esquinas. Porque me gusta saber qué tengo delante. A lo mejor no sé ni donde voy, ni tengo porqué saberlo, oiga. Pero al girar la esquina a lo mejor no me gusta la nueva calle que descubro. Que las esquinas son muy traicioneras cuando quieren. Que igual te ponen una iglesia del siglo dieciocho o un rascacielos del veintitrés.
A mí ya no me gustan las ciudades más que en las postales o en las películas. Me voy a mudar a vivir a tu cama.
Hoy ha nevado. A ver si la nieve hace intransitables todas las utopías, y la gente se queda en casa leyendo un libro sobre el invierno en Lisboa.
N.del A. .- Este artículo está escrito con motivo del libro que estoy leyendo ahora:
“El invierno en Lisboa” de A. Muñoz Molina.
A mí cuando los autobuses tardan en llegar de madrugada, me da por fumar tabaco rubio americano. Y se lo pido al primero que pasa, y al segundo, y al tercero; hasta que el cuarto me lo da. Le arranco el filtro y me lo fumo. Y me pongo a hablar con los vagabundos. Eso lo aprendí de unos amigos que yo tengo y vienen a verme mañana desde ciudades distintas.
De mi ciudad les preguntaré si sigue como siempre, siendo la hermana pequeña y zorrona de la prostituta que vive más arriba. Que las dos quieren tirarse a un chulo del centro que tiene algo de dinero. La mía es de las pequeñas. Aunque en la tele se empeñen en decir que es de las grandes. Y Madrid y Barcelona también son pequeñas, y Berlín, y La Habana.
Grande es México Distrito Federal, y Santiago de Chile y Pekín. Pero nosotros no somos lo que nos creemos. Grande es Alex, que debe estar ahora mismo tomando tequila como un cabrito en una taberna de su barrio en el D.F. Esos tipos sí eran grandes. Y el Andy que es el más grande de todos nosotros. Esa gente es grande. Pero los demás somos unos mierdas.
Las ciudades las hacen las personas. Por eso hablo con los vagabundos y no con las paredes. Porque vendrán más guerras, de las mundiales, de las civiles y de las otras, y tirarán los edificios abajo. Que los edificios son un decorado y los arquitectos unos estafadores de tomo y lomo. Que yo ya no me creo que se pueda sostener nada sostenible sin hincar las rodillas en el suelo, y que a los que duermen en los recovecos de Moscú bebidos de vodka no les acojona el calentamiento global, ni les van a dar el Premio Nobel de la cordura. Que los puentes se hacen con las manos y el cemento y no con calculadoras, que lo de enterrar el periódico del día no va a levantar la biblioteca de Alejandría. Torres más altas han caído. Que la metrópoli no tiene ningún pacto con el diablo, y se derrumbarán todas las utopías que hemos construido, y se la tendrá que envainar Tomás Moro. Ya estoy viendo a Lerroux y a Buenaventura Durruti tomando churros con chocolate.
Y las avenidas están hechas para gastarse y desaparecer, y Americo Vespucci ha cambiado muchas veces su mapa. Que Bagdad no está tan lejos, y además no es verde como sale en la CNN. Y las sirenas suenan por la noche aunque Ulises esté de putas. Y las putas necesitan a las farolas tanto como las farolas necesitan a las putas. Y que aunque las putas vayan a pie, no hay suficientes navajas en todo Salamanca para que se pare el taxímetro. Que a las putas, los taxistas y los vagabundos los hacía yo ministros. Y de ministro del interior, un camarero. Y a Raquel la del guardarropa la nombraba jefa de protocolo de la casa real. Para que le dijera a los dictadores que se callen de una vez.
Y ahora los cines se cierran, y me da pena que ya no pueda quedar contigo en los cines Aragón. Pero estoy tranquilo, porque sé que se cerrarán también los kebabs y los Corteinglés y los cibercafés, que ni son cafés ni son cibernéticos. Y estoy seguro que hasta el café más bonito que he estado en mi vida en Oporto cerrara también. Si estuve yo en el café Gijón hace dos inviernos, y no había allí ni rastro de tertulia alguna, que quedaban en la cava cuatro fotos matadas, y un dibujo del único académico de la lengua que hace chistes graciosos. Mingote. Que no tiene nada que ver con los hugonotes, aunque rime. Y el Vetusta de Clarín debe estar cerrado por derribo. O traspasado. Que me voy a poner yo a traspasar paredes sin chás ni nada, y a subirme en el tranvía que lleva a la malvarrosa, y le llamaré deseo, y llamaré dos veces o tres, y me estaré enamorando de tu culo nueve minutos y medio antes de solicitar parada. Quiero ir a mojarme los pies. Aunque sea Enero. Luego me pido un cigarrillo y un cortado y me curo. Que curas hay muchas y muchos. Demasiados.
Al respecto de los semáforos no tengo queja que me dejan estamparte un beso en los morros, mientras el monigote rojo se pone verde de envidia y echa a correr. Que no sé si el de Berlín oeste será tan simpático de concederme este beso, pero bueno.
Los metros, en cambio, te hacen no pensar en nada. La gente pasa como loca las páginas de los periódicos esos gratis. Gente que era incapaz hace doce meses de soltar una moneda por leer un editorial de verdad, ahora colecciona cuatro distintos debajo del brazo. Que luego son los más leídos del bingo. Y con el euro que se ahorran pueden bajarse el politono de Marcanzoni.
Yo el periódico lo robo en el quisco de la Estación Central. Pero robo uno de verdad, no los hermanos pequeños de El Caso que se financian con anuncios del nuevo disco de la zorrita que ahora se cepilla el tal Marcanzoni.
Yo cuando sea mayor, prohibiré a todo el mundo que vaya en metro. Obligaré a la gente a andar por decreto ley. Habrá que ir a todos lados caminando, sin coches ni nada, si acaso alguna bici verde y ya. Y lo llamaré: Real Decreto 11-88 sobre la libre circulación de perros, humanos y vegetales espabilados.
Porque el metro sirve para bien poco. Cuando llegas tarde, él también. Cuando tienes prisa lo pierdes. Y cuando vuelves a casa sólo te ofrece una ventana sin mosquitos estampados y una señora que dormita delante de ti. Y lo bonito es lo que está fuera, y te deja verlo un segundo y luego te lo quita. Es una película de la ciudad en la que duermes a 100 fotogramas por segundo.
Y tampoco me gusta doblar esquinas. Porque me gusta saber qué tengo delante. A lo mejor no sé ni donde voy, ni tengo porqué saberlo, oiga. Pero al girar la esquina a lo mejor no me gusta la nueva calle que descubro. Que las esquinas son muy traicioneras cuando quieren. Que igual te ponen una iglesia del siglo dieciocho o un rascacielos del veintitrés.
A mí ya no me gustan las ciudades más que en las postales o en las películas. Me voy a mudar a vivir a tu cama.
Hoy ha nevado. A ver si la nieve hace intransitables todas las utopías, y la gente se queda en casa leyendo un libro sobre el invierno en Lisboa.
N.del A. .- Este artículo está escrito con motivo del libro que estoy leyendo ahora:
“El invierno en Lisboa” de A. Muñoz Molina.
1 comentario:
Debes publicar un libro.
Tienes un rollo que me ha enganchado a leerte cada día.
Hoy algo me ha traído un recuerdo muy sabinesco.
De ese libro hicieron una película, que a mi parecer no hacía honor al libro. Lo más salvable de ella son Gillespie y Eusebio Poncela.
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