miércoles, noviembre 28, 2007

Me queda un busto de metal encima de mi mesa y poco más.

He pasado la última semana viajando en un autobús de mierda cruzando media Rusia.

Ha sido muy extraño. Como una mentira dentro de otra mentira. Esto es. Mi vida de ahora es de mentira, y no contento con ella me he comprado un billete con destino a una segunda mentira. A ver si era mejor que la primera. Con la esperanza de al volver, hacerlo a la verdad y no a la primera de las mentiras. Pero no ha funcionado. Me acabo de despertar y estoy en la mentira inicial. La gran estafa.

Pero me da igual. Porque el billete de ida y vuelta ha conseguido lo que quería. He estado en un lugar que creía que no existía. Ahora mismo estoy partiéndome el culo de las ciudades que salen en los subtítulos de los anuncios de colonias. Juntas.

No he estado sólo en otro país. Vengo de otra percepción de las cosas. Que de acuerdo que el macdonals habrá metido ahí un par de garitos infiltrados. Y las tiendas de bolsos se han inventado una avenida principal cruzando la ciudad en la que poner sus escaparates llenos de. Sí. De acuerdo.

Pero lo que he visto era auténtico. Y las mujeres eran de verdad. Gallardas. Preciosas, como muñecas de porcelana. Y eso que a mí no me gustan mucho las muñecas de porcelana. Pero no necesitaban nada. Ni cubrirse con cemento, ni armarse de valor y bisutería. Ni peinarse de ningún modo. Eran mujeres de verdad.

Y las calles estaban sucias. Eran de verdad también. Porque la verdad se ensucia con el paso del tiempo. No se toca. No se cambia. La memoria permanece intacta. Las estatuas siguen erguidas. Y los zares comparten plaza con los teóricos de la revolución. Plaza y casi pedestal. Porque así ha sido. Siguen siendo camaradas. Los coches están sucios y los autobuses. La ciudad la cruzan camiones industriales que entorpecen el tráfico.

Hace tiempo Vladimir Illich Ullianov volvió clandestinamente desde Finlandia, a través del mismo paso que he utilizado yo. Y en la plaza cerca del teatro dio el discurso que sale en el cuadro ese famoso. El secretario general de los Soviets, arengando a los bolcheviques a que entraran en acción. Y el submarino Aurora emergió sin autorización en el puerto de Petrogrado. Dio la salva acordada para cercar y asaltar el Palacio de Invierno. Al zar lo cogieron en tren huyendo a Siberia. Y le acompañaron el resto del trayecto.

Yo he estado en esa plaza. Donde cambió el rumbo de la historia.

Ahora Lenin ya había puesto el árbol de navidad. He visto su cuerpo muerto. Pero intacto. Verdadero. Se pudrió todo lo que se inventaron él y cuatro más. Pero quedan los decorados de todo aquello. Ya casi no hacen propaganda. Es más fácil lavar cerebros cuando están en libertad, que bajo las dictaduras. Pero esta gente ya no se cree nada. Éstos sí que ya no necesitan hacer la revolución. Porque ya la han hecho y deshecho entera.

Los soldados golpean el suelo con las botas para entrar en calor. Los cigarros rusos son mucho mejores que los americanos. Y el vino mucho más dulce que el español. Me he subido en el coche de un gitano y le he dado un billete de mierda para que me llevara al hotel dando una vuelta por la ciudad primero. Que esa noche me apetecía ver Moscú por la ventanilla de un Lada. Mi padre tenía uno cuando yo era pequeño. He conocido a Andrej. Un vagabundo de al lado del Kremlin. De los que están en contra de la teoría del calentamiento global. Le regalé una cajetilla de puritos. Y la empezamos juntos. Seguro que nunca le había quitado el precinto a nada en toda su vida. Y los soldados me pidieron el pasaporte por hablar con él. Y quisieron saber de qué estábamos hablando. Y al él se lo llevaron en una especia de tanqueta. Supongo que a darle la paliza de su vida. Y a mi me dijeron que a hacer fotitos y a comprar postalitas. Que allí quieren que los vagabundos dejen de fumar.

Al llegar conecté la tele de mi habitación. La 1322. Vi en un canal ucraniano que el ejército estaba en la calle y había reprimido duramente a los manifestantes en Leningrado. En dos semanas son las elecciones. Y me puse un chorro generoso de vodka en el vaso de enjuagarse los dientes. Me puse a mirar por la ventana del piso trece. Y se veía la Proskpet Mira, y el monumento a los Cosmonautas. Y el pabellón de los avances tecnológicos de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Y al fondo el rascacielos de la Universidad de Moscú. El Volga estaba congelado y el Neva también. Y decidí no dormir esa noche. Que me la pasaría mirando por la ventana. Para que nunca se me olvidara donde había estado. Al segundo vodka estaba dormido mirando por la ventana de un hotel como la chica esa de la película.
Perdí el autobús al programa opcional uno. Me dí una ducha, desayuné algo en el restaurante del hotel y cogí el metro con doce millones de personas yendo a trabajar. Una ciudad también de las grandes como expliqué el otro dia. Y entré solo en el Kremlin pagando mi entrada pro segunda vez. Sin cámara de fotos, ni guía, ni una señora que me dijera fechas de memoria.
Yo quería ver los uniformes de los soldados, y pisar los adoquines. Mirar al cielo y ver si era igual que el de donde yo vivo. Y no. No era igual, ni mucho menos parecido.
Era un cielo de verdad. Nunca había visto uno.

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