lunes, enero 07, 2008

Yo nunca había leído literatura suramericana. Una chica me recomendó algunos títulos e incluso me regaló uno de un conocido autor que le gustaba mucho a ella. Premio Nobel incluido.

Este artículo de hoy es mi particular homenaje a cómo se escribe en esa otra cara de la moneda y a la pequeña elvis que me introdujo en esos caminos.

Presento pues, el primer capítulo de una novela que no existe, escrita desde allí.



Fuera no había llovido en todo el verano. Y casi nunca había gente en esa taberna. Sonaba algo parecido a Merita Dubai u otra cantante uruguaya de las de verdad. Y en la barra había apoyados tres vasos vacíos, un habano despidiéndose con honores de este mundo y una botella de licor barato a medio vaciar. El otro medio ya se había vaciado mientras el sol dejaba de teñir las paredes llenas de cuadros de cantantes de la vieja trova santiaguera. Mucho mejores que la nueva según dicen los del lugar.

Una silla de caña pintada de verde repetidas veces intentando disimular su edad a base de cirugías estéticas estériles. Y una mesa de billar maltrecha y ajada, destapada pero sin nadie que hiciera el amor encima de su tapete.

Un borracho haciendo la revolución afuera.

Adela bailaba con Don Mauro, y Don Mauro se sostenía en pie mirando de soslayo la botella, y calculando cuantas copas salían de brebaje para aquellas dos almas en pena en día de celebrar.

Yo estaba sentado a medio camino entre la salida y la esquina del ventanal con los almohadones de fieltro. Justo debajo de una fotografía de Panchito Jiménes. El dueño seguía los círculos que trazaba Adelina en el suelo mientras yo le miraba a él y al escote de ella a partes iguales. El humo de mi cigarro me molestaba en los ojos, y los entornaba para evitar lagrimar, sin querer darle otra calada. Y jugaba a ratos a balancear el último sorbo de brandy con nombre español que me quedaba en el vaso. Sin mucha solera pero con mucho tiento, como Don Mauro, con esos aires de cacique trasnochado reconvertido en borracho por vocación propia y tradición familiar.

Yo la verdad no sé que hacía metiéndome en las noches de verano en aquel tugurio. Pero los buenos feligreses por mucho que pequemos siempre volvemos a la parroquia. Y otra noche más estaba yo sentado sin nada que hacer dejado caer en una de las sillas verdes en la taberna de la calle Aguales.

Y después saldría y le dejaría al camarero alguna propina, para su chiquilla. E intentaría besar en la comisura de los labios a la buena y rebuena de Adelina y me despediría hasta más ver levantándome un poco el ala del sombrero ante Don Mauro.

Y caminaría toda la calle Aguales y un trecho de la de Doña Asunción y cruzaría la plaza del Teniente Coronel Miranda, que a todos los malnacidos cuando mueren les dan una plaza, una medalla y a su viuda un triste trozo de tela bordada. Y algunos incluso se lo toman ellos en vida. Lo de nombrarse en calles y plazas digo.

A mí cuando falte no me nombréis en plaza alguna. A mi me ponéis estampado en un vino. Eso quiero. Mi nombre en un vino. No hace falta que sea un buen vino, me basta con que haya para todos toda la noche. Y os lleváis una caja al entierro. Metéis una en el ataúd por si me despierto y del resto dais buena cuenta en la taberna o allí mismo, escondidos bajo los cipreses. Ah y en el ataúd metedme también una liga de Adelina por si despierto también.

En mi apartamento me espera la última copa. De ron o de lo que quede en la mesita que me hace de bar improvisado ya va para dos años.

Y me siento encima del sombrero. Aplastándolo cómo hacía sin querer al principio y hago ahora ya por costumbre. Miro por la ventana, que desde mi balcón no hay buenas vistas, pero me las imagino y después de todo lo que he bebido y todo lo que no he comido me sale muy bien. Imagino que da gloria verme. Y pienso que estoy en la Toscana, y veo viñedos con la uva ya madura. Y estoy en un porche cubierto de parras, que se enredan en vigas de madera llenas de agujeritos de ésos que hacen las hormigas.

Las que comen madera, no las otras.

Espero al sueño. Pero casi siempre me llega tarde. Y entonces para hacer tiempo mientras lo pierdo, pienso en las mañanas de verano con el fresco de las plantas de las macetas del patio de Doña Asunción. Y me imagino allí sentado y sobrio, tomando un café a sorbo muy cortito y leyendo en el diario algunos desmanes de más. Y vería a la gente pasar camino del mercado. Y a los soldados volver a casa para el acabar de semana con sus mozas cogidas casi a hombros con el petate lleno de ropa sucia en la otra mano. Pero yo con mi camisa alisada y limpia y tocado con un sombrero nuevo.

Y siempre cuando estoy en lo mejor de imaginar, el sueño se me presenta sin avisar. Y entra en mi casa sin llamar a la puerta ni nada. Y me tiro en la cama como puedo y me acuesto con él como haría con Adelina si ella se dejase.

La madrugada pasa sin misterio. Si acaso un poco de corriente desde la plaza y listo. Y el poco viento que baja de las montañas que me he inventado como paisaje desde mi balcón. Pero nada más.

Y a la mañana siguiente no voy al patio de Doña Asunción. Entre otras cosas porque su casa es muy humilde y no tiene patio. Pero yo le doy de más en mis sueños. Y le pongo patio cada noche, con flores y azulejos. E incluso voy a desayunar cada mañana. Pero no, esta vez no he ido. Ni creo que pueda ir el próximo día de San Genaro que ya casi está por llegar.

Me obligo a lavarme. Y me froto fuerte donde el sudor más atufa. Este verano está siendo caluroso y huele muy mal cerca de la plaza cada vez que ponen mercado. Luego me preparo café y a veces le añado un poco de coñac para recibir con animo el día. Qué digo a veces, siempre. Lo del coñac lo hago siempre. No voy a engañar yo ahora a nadie. Pero es muy suavecito. Y lo tiro sin maldad, casi fingiendo que se me desbordara el líquido de la botella. Y me sonrío. Porque me veo a mí mismo escondiéndome para que los demonios no vean que bebo de buena mañana temprano.

Me pongo una camisa clara y me perfumo el cabello con un agua de azahar. Mis camisas son todas claras. Los pantalones no. En invierno visto de oscuro el pantalón, y en verano de claro. Pero las camisas son siempre las mismas. Me gustan de lino grueso. Con la traza gruesa. Que casi parece que raspe al tacto de la mano desnuda. Que se lo vi a un señor americano que vino a darnos una instrucción cuando estaba yo en el cuartel de Ayaque durante el servicio. Y por aquel entonces yo vestía mis domingos de permiso con ropa de tejida. Pero me gustó aquel estilo del americano en cuestión. Y me esperé a terminar el servicio para que no se notara mi plagio, y en una visita a Campo Viejo cerca de la ciudad me compré dos camisas de aquellas. Bueno parecidas. Porque iguales no eran.

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