Vas y vienes con una cadencia tan previsible que corres el riesgo de entrar en decadencia contigo mismo. Al final tenemos una serie de trayectorias trazadas de modo lineal, que nos hace creernos nómadas en la elección de nuestros destinos, en plural. Pero no. Nada de azar. Y una mierda. Tenemos recorridos diseñados al milímetro para no salirnos de ellos. Esclavizados por unos vaivenes que nada tienen que ver con inercias o centrifugadoras.
Me he pasado todo lo que llevo vivido repitiendo las mismas líneas de autobús, las mismas paradas de metro, huyendo de los mismos pasos de cebra, perdiendo los trenes de siempre, y vomitando en la esquina que toca. Ahora voy y vuelvo de lunes a viernes al mismo lugar. Tanto que hoy hasta me ha dado tiempo a pensar esto que escribo. Pero aún es peor cuando descubro que lo llevo haciendo desde siempre. He tomado el autobús diecinueve, para parar en el monumento a los libertadores de la patria docenas de veces. Después tuve una bicicleta que patinaba en el mismo meandro de su carril empapado los días de lluvia. Y así durante cinco cortos años. De pequeño iba y volvía cuatro veces sobre el mismo camino que me hizo memorizar de manera involuntaria todos los negocios de mi cama a mi pupitre y viceversa. Incluso los billetes que compro para escapar del bucle del péndulo también son de ida y vuelta. Cuando escapamos a Edimburgo, o a Milán, o a Estocolmo, todo era ir para volver. Por eso me caen bien los que no vuelven, porque son los únicos que cortan la cuerda que les ata a la orilla.
Pero es que lo hacemos nosotros. Nuestra decisiones, y mi negación rotunda del azar apoya este argumento, nos dan a elegir entre las cuatro puertas que nuestras circunstancias nos han dado en el minuto uno. Decidimos. Decimos un número y un color y la ruleta empieza a girar. Y la bala en el tambor esperando que mañana no amanezcas nunca más, y no haga falta que compres más leche desnatada. Según tu religión, tu clase, tu generación, tu pasaporte y tus ganas de jugar tienes más o menos números y colores sobre los que escoger la apuesta que te haga tener más cosas y ser más cosas.
Una vez dicho tú número cualquier desvío es pasajero, y volverás al camino que te lleve a Roma. Por ejemplo las drogas, y mi teoría explicada con servilletero de la perspectiva que te proporcionan, también son una huida en falso. Pues en el aterrizaje forzoso volverás a tu cama, empapado de sudor frío y angustia. Y la rueda sigue, y el tic y el tac, sístole y diástole. Y de este modo hay gente que escapa, que intenta huir, de su estupidez, de su miedo, de su ignorancia, de su crepúsculo de dioses de barro, de su envidia, de su gula, de sus marido que les atizan, de sus puestas en escena, de sí mismos en general pero siempre vuelven. Echan a correr y no sirve de nada, porque de un modo u otro volverán al punto de partida.
Entonces he subido el disco de Phoenix y he sonreído de vuelta a casa.
Me he pasado todo lo que llevo vivido repitiendo las mismas líneas de autobús, las mismas paradas de metro, huyendo de los mismos pasos de cebra, perdiendo los trenes de siempre, y vomitando en la esquina que toca. Ahora voy y vuelvo de lunes a viernes al mismo lugar. Tanto que hoy hasta me ha dado tiempo a pensar esto que escribo. Pero aún es peor cuando descubro que lo llevo haciendo desde siempre. He tomado el autobús diecinueve, para parar en el monumento a los libertadores de la patria docenas de veces. Después tuve una bicicleta que patinaba en el mismo meandro de su carril empapado los días de lluvia. Y así durante cinco cortos años. De pequeño iba y volvía cuatro veces sobre el mismo camino que me hizo memorizar de manera involuntaria todos los negocios de mi cama a mi pupitre y viceversa. Incluso los billetes que compro para escapar del bucle del péndulo también son de ida y vuelta. Cuando escapamos a Edimburgo, o a Milán, o a Estocolmo, todo era ir para volver. Por eso me caen bien los que no vuelven, porque son los únicos que cortan la cuerda que les ata a la orilla.
Pero es que lo hacemos nosotros. Nuestra decisiones, y mi negación rotunda del azar apoya este argumento, nos dan a elegir entre las cuatro puertas que nuestras circunstancias nos han dado en el minuto uno. Decidimos. Decimos un número y un color y la ruleta empieza a girar. Y la bala en el tambor esperando que mañana no amanezcas nunca más, y no haga falta que compres más leche desnatada. Según tu religión, tu clase, tu generación, tu pasaporte y tus ganas de jugar tienes más o menos números y colores sobre los que escoger la apuesta que te haga tener más cosas y ser más cosas.
Una vez dicho tú número cualquier desvío es pasajero, y volverás al camino que te lleve a Roma. Por ejemplo las drogas, y mi teoría explicada con servilletero de la perspectiva que te proporcionan, también son una huida en falso. Pues en el aterrizaje forzoso volverás a tu cama, empapado de sudor frío y angustia. Y la rueda sigue, y el tic y el tac, sístole y diástole. Y de este modo hay gente que escapa, que intenta huir, de su estupidez, de su miedo, de su ignorancia, de su crepúsculo de dioses de barro, de su envidia, de su gula, de sus marido que les atizan, de sus puestas en escena, de sí mismos en general pero siempre vuelven. Echan a correr y no sirve de nada, porque de un modo u otro volverán al punto de partida.
Entonces he subido el disco de Phoenix y he sonreído de vuelta a casa.
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